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La caída del águila

La caída del águila
Carlos Gagini

La caída del águila

Arreglo basado en una de las portadas originales

Literatura de pelea, escrita para rechazar categoricamente el imperio del fuerte sobre el débíl, destinada a despertar la conciencia de Latinoamérica. Novela llena de puntas hirientes. El autor no está interesado en describir costumbres; ni en hacer, metido en la escafandra freudiana, profuncdos buceos psicológicos; ni en tejer filigranas estilisticas. Por encima de las preocupaciones estéticas, se halla su hondo deseo de levantar ánimos, de convocar conciencias, de combatir agravios, de distinguir claramente entre convivencia y sometimiento. Consecuente con su intención, asume francamente su papel de omnisciente, que no quiere dejar significados ocultos a lo largo del texto. Toma al lector de la mano y lo lleva por su mundo novelesco, del que no finge ignorar nada. Va derecho al grano sin tediosas morosidades ni desviaciones extravagantes.

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La caída del águila

La caída del águila

ÍNDICE

LA CAÍDA DEL ÁGUILA
(fragmento)

¿Qué les falta hoy a estas microscópicas repúblicas?

-Sólo una cosa, Mr. Adams -replicó Roberto Mora, irguiéndose arrogante y con enérgico acento: -la libertad.

-¿Y qué llamáis vosotros libertad? -contestó el yanqui con no menos calor.

¿El derecho de continuar indefinidamente degollándose unos a otros, de dejar desarrollarse impunemente la criminalidad y el vicio, de suicidarse material y moralmente?

Un chispazo de cólera iluminó las azules pupilas del costarricense; pero dominando su indignación repuso con torno reposado:

-Las naciones como los individuos están sujetas a leyes invariables de crecimiento. Inglaterra fue un país de caníbales, de hombres feroces y no hace aún, muchos siglos era teatro de las más espantosas atrocidades. Lo mismo ocurrió en Francia, en Alemania, en todo el mundo. Vuestra gran República, fundada por ingleses pertenecientes a una época ya muy adelantada ¿no nos ha dado hace apenas unas cuantas decenas de años, el espectáculo de la guerra civil más odiosa y salvaje que ha presenciado la Historia?

¿Cómo pretender, Mr. Adams, que pobres colonias de ignorantes y oprimidos labriegos llegaron de golpe al pináculo de la civilización? Cada pueblo es libre de realizar sus ideales, y nadie puede oponerse a ello, como ningún ciudadano puede aprisionar y castigar a otro so pretexto de que no se ajusta a las leyes de la moral.

Si yo me siento feliz de vivir en una choza miserable, casi desnudo y alimentándome de frutas ¿por qué ha de venir un vecino, valido de la fuerza, a incendiar mi rancho, a obligarme a vestir decentemente, y a alimentarme de carne? ¿Con qué derecho habéis vosotros exterminado las tribus indígenas que en otro tiempo vagaban por vuestro inmenso territorio, a aquellos pueblos indios heroicos, admirables, ejemplares soberbios de la raza humana, despreciadores del peligro, que morían riendo a carcajadas en medio de los más espantosos tormentos? Eran ellos los primeros ocupantes del país, sus dueños por derecho natural; vivían felices en medio de sus praderas, cazando bisontes; su resistencia homérica no ha sido cantada por ninguno de vuestros gazmoños poetas. ¿En nombre de quién los aniquilasteis, como los españoles a los pueblos felices y viriles que sojuzgaron? En nombre de la ley suprema del más fuerte, de esa ley que condenasteis cuando Alemania trató de acabar con el poderío de las naciones rivales del Viejo Continente, ley elástica que os permite mostraros como apóstoles de la libertad y del derecho para engañar a los neutrales de la gran contienda europea, Y que utilizáis en provecho propio cuando es necesario abrir un canal para monopolizar el comercio de un continente y defender vuestras costas.

Os sublevó el atropello de, una Bélgica invadida por los alemanes por necesidades militares, y no vacilasteis en desgarrar a Colombia para adueñaros del Canal de Panamá ni en ultrajar a Costa Rica para abrir el de Nicaragua. Estas repúblicas admiraban vuestros progresos y os habrían recibido con los brazos abiertos como poderosos factores de su adelanto: ahora, después de las matanzas de Puntarenas, de Amapala y Acajutla, saben ya a qué atenerse y os combatirán sin tregua, porque desdeñando injustamente a nuestra raza, cuyas buenas cualidades no sabéis apreciar, os empeñais en hacerla desaparecer de la faz de la tierra. Una alma encendida en el más puro patriotismo es capaz de derribar un imperio: el genio de Bolívar, sin armas, sin recursos, sin pueblos que le secundasen en su grandiosa empresa, arruinó el poderío de una nación que fue durante siglos dueña del mundo.

*
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A lo largo de la playa se alineaban doscientos marinos en correcta formación, capitaneados por el conde Stein, Valle y Delgado, que presentaron las armas cuando Roberto les pasó revista a los acordes del himno de Costa Rica, ejecutado por la banda marcial que estaba a la cabeza de la fila.

Roberto se descubrió conmovido, y dirigiéndose a sus camaradas gritó con voz vibrante:

-Compañeros, ha llegado el momento de la acción. La egoísta República que en provecho de sus particulares intereses privó a España de sus colonias, se apoderó de las Filipinas, mutiló a Colombia y asesinó a millares de centroamericanos para apropiarse de sus ricos territorios, va a saber dentro de poco lo que puede la cólera de un puñado de hombres libres. Desprecia a estas minúsculas nacionalidades como si estuvieran formadas por parias, sin sospechar que el amor patrio no se mide por millones de hombres y que no es patrimonio exclusivo de las grandes potencias.

Por ignorar ese sentimiento se desmoronaron los imperios orientales; por despreciarlo se hundieron Macedonia y Roma, la Francia Napoleónica y Alemania. Por devolver a los pueblos el derecho de disponer de sus destinos y del emanciparse de la tutela de la fuerza representada por las bayonetas o el dinero, estamos luchando nosotros y nos hallamos en vísperas de coronar nuestros ideales. Si sucumbimos, lo que es poco probable, moriremos con la conciencia de habernos sacrificado como Cristo, por nuestros semejantes.

Un ¡hurra! formidable acogió las últimas palabras de Roberto.

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Roberto, entristecido, se dirigió al Secretario.

-Mr. Adams, todavía es tiempo de evitar nuevas desgracias. ¿Quiere usted telegrafiar a su Gobierno? El inalámbrico está a su disposición.

El Ministro de Marina, ocupado en consolar a su hija, no contestó palabra.

Roberto dirigió. entonces sus pasos a la borda, examinando el Oeste con su caja semejante a un estereoscopio, prorrumpió de improviso en exclamaciones de júbilo.

-¡La escuadra! gritó el doctor Valle. Abrióse entonces una ancha escotilla en la proa del Cañas. y cien marinos, con uniforme de gala y la banda a la cabeza se alinearon sobre la cubierta del submarino.

Por el lado de Occidente apareció un soberbio espectáculo: en un frente de más de tres leguas avanzaban dos mil barcos en tres filas, en correcta formación como un regimiento de infantería; encima de ellos, a mil metros de altura, volaban en una sola fila mil puntos negros. Hay en El Salvador unos gavilanes que al terminar la estación lluviosa emigran hacia la costa. Por espacio de varios días se les ve volar a considerable altura, lenta y majestuosamente, como un disciplinado ejército. Observando aquellos mil aeroplanos se recordaba a los azacuanes ‘salvadoreños por la serenidad de su vuelo y la regularidad de sus filas.

La misma Fanny, dando treguas a su dolor, no pudo menos de volver los ojos hacia el maravilloso cuadro; su padre parecía alelado y el joven hondureño, agitando su quepis, saludaba frenéticamente.

-¡Por Dios, Mr. Adams, todavía es tiempo! gritó Roberto.

El aludido, sin contestar, continuó mirando las dos escuadras aérea y marítima, cual si desconfiara de su fuerza y esperase que las de su patria dieran buena cuenta de ambas. Bruscamente aparecieron del lado de la costa centenares de puntos negros a diversas alturas, describiendo caprichosas espirales. Casi a un tiempo se iluminaron todos con un resplandor azulado y se oyó un estruendo sordo y continuo como el de una artillería lejana.

Los aviones americanos atacaban. Mr. Adams, que observaba emocionado la escuadra aérea del Japón, esperando ver caer algunas unidades bajo el fuego de sus paisanos, fue testigo entonces de algo que le hizo enmudecer de pasmo.

Los mil aeroplanos nipones, en una sola fila, se habían detenido, permanecían inmóviles como los colibríes al chupar las flores. Ni uno solo fue derribado. Parecían peces sin alas, sostenidos por hélices invisibles.

De pronto se desprendió de cada uno de ellos un objeto semejante a un cohete enorme. Aquellos mil dardos dirigidos contra los aviones norteamericanos los persiguieron tenazmente como los sabuesos a las tímidas liebres.

En vano los aeroplanos yanquis se elevaban, descendían o giraban locos de terror: tras ellos iban los cohetes siguiendo el vacío que dejaban las naves en su vuelo, e iban a adherirse bruscamente a la popa, produciendo sordas explosiones. Veíase luego un copo de humo bronceado, inmóvil, macizo, y enseguida se distinguían restos de máquinas, de cuerpos humanos y de objetos extraños que por todas partes llovían al mar como las cenizas de una erupción volcánica.

Los mil quinientos aeroplanos que defendían a San Francisco habían dejado de existir.

Fanny perdió el conocimiento y su hermosa cabeza se dobló hacia atrás en el respaldo de su sillón de junco.

Acudió su padre a prodigarle sus cuidados, y aquel fiero sajón avezado a las luchas de la vida y a arrostrar con semblante sereno la mala fortuna, tenía el suyo demudado y a duras penas lograba contener sus lágrimas.

-Usted lo ha querido así, Mr. Adams, exclamó severamente Roberto. Ahora, ya es demasiado tarde. Antes de media hora esos mismos aviones que constituyen mi orgullo de inventor mecánico, habrán hundido los doscientos barcos de guerra estacionados en el puerto. La escuadra japonesa no disparará un solo cañonazo; todo será obra de mis temibles pájaros de metal. Con cincuenta libras de japonita echarán a pique el más gigantesco dreadnaught. Tampoco el ejército amarillo tendrá ocasión de luchar con el yanqui. Tres o cuatro horas serán suficientes a mis pájaros mecánicos armados con el infernal explosivo inventado por Amaru para reducir a polvo el ejército de dos millones, encargado de defender la costa del Pacífico.

Usted y sólo usted, Mr. Adams, será ante la Historia el responsable de tantos horrores.

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